sábado, 26 de enero de 2008

Sombra

Suelo sentir una zozobra incontenible, una especie de metafísica congoja frente a la gente que obtiene lo que quiere. ¿Cuántas horas o minutos les tomará, me pregunto mientras los observo todavía con el premio en las manos o el ascenso o el nuevo amor o justo antes de partir a la otra ciudad, para sentir todo dentro y todo junto eso que el filósofo francés Nicolás Grimaldi denomina como el desencanto? La situación es bastante común: un buen día un hombre o una mujer desea algo. Luego, de preferencia ese mismo día, de preferencia inmediatamente después de desear, ese hombre o esa mujer se dedica a tratar de conseguir ese algo con disciplina y con ahínco y, si se puede, con pasión. Otro día, tal vez un día bueno, eso que era el porvenir, eso que era pura imaginación, se transforma en el presente, se vuelve percepción. El deseo, como se dice, se convierte en realidad, y el hombre y la mujer, en lugar de brincar de alegría o, para ser justos, apenas unos instantes después de hacerlo, se quedan mirando hacia el horizonte a través de la ventana —la boca abierta, las manos en alto, la interrupción. ¿Así que de esto se trataba todo?

Cristina Rivera Garza

http://www.milenio.com/mexico/milenio/firma.php?id=587688

Y yo me pregunto:¿cuánta gente vive anclada precisamente en la experiencia inversa, en la sensación circular de que nada de lo que desean logra cumplirse y entonces su vida se acostumbra a un perpetuo tono gris, a tratar de olvidarse poco a poco de ese ánimo que respira y se alimenta del deseo? ¿Es posible vivir así? ¿Cuánto tiempo puede pasar antes de que la lenta erosión del no desear termine por secar la vida, por hundirla en un marasmo infinito, en un tiempo sin estaciones, sin principio ni final?
Yo tengo la impresión de que casi todos los días trato con gente gris, con alguien que observa desde su rincón de sombra agazapada, inmóvil, tratando siempre de no hacerse notar. Alguien a quien, si se le llega a descubrir, sonríe borrosamente antes de volver a su escondite. Sin embargo, algunas veces la propia vida le hace caer en emboscadas, en situaciones en las que se ve obligado a responder algo, a hacer algún comentario o, simplemente, a fingir cordialidad y saludar. Entonces, ese alguien debe tender su mano de y dejársela estrechar, como una cáscara hueca que por un instante se abandona antes de retirarse con gesto de reptil.
Recuerdo la sensación de esas manos y no puedo dejar de sentir un vago horror, algo que se dibuja en el silencio, en sueños en los que siempre hay bruma y árboles secos y un camino que no va a ningún lugar; algo que tengo la impresión de que se esconde en los bordes de palabras turbias, en los párpados cerrados, atrás, debajo, más allá. Siempre oculto y al acecho; siempre enmascarado. Buenos días, cómo está usted, en qué le puedo ayudar, no tiene por qué darme las gracias; y después no queda nada, salvo la imagen de un rostro cenizo y una sensación como de asco, como cuando, sin quererlo, se toca el cuerpo viscoso de un gusano; el rastro de baba que va dejando tras de si.
Sombra, poco más, poco menos que una sombra.

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