martes, 15 de enero de 2008

Rostros conocidos

Hay días en que tengo la impresión de que cada rostro que observo me resulta conocido. Entonces, me dan ganas de parar a la gente y preguntarles si no nos hemos visto alguna vez, para luego continuar, ante su azoro, con preguntas como acaso no nos conocimos en la escuela tal o en aquel curso, o no sería que también trabajó hace ya bastante tiempo en tal o cual empresa y sé que si lo hiciera entonces tendría que afrontar cierta turbación y el gesto y la postura que oscilan entre la desconfianza y esa fría amabilidad que, finalmente, encuentra sus palabras en un cortante no, disculpe, pero a usted no lo conozco. Y sé que en ese instante parpadearía y observaría alejarse al otro al tiempo que yo me siento avergonzado. Pienso todo esto y me contengo. Observo a la gente y me repito que efectivamente no es verdad que tenga tantos conocidos, o que ese algo que creo reconocer en un gesto, en unos ojos, en la forma de una cara, no será capaz de llevarme a algún lugar. Sé que en mi memoria vibran recuerdos que no cesan de alejarse y que jamás podré alcanzar.

¿Cuántas veces no me he sentido como un ciego que de golpe fuese arrojado a tantear en la memoria, a palpar torpemente cada señal en el camino, a luchar por reconocer un movimiento, una mirada, el timbre de una voz?

Miro el espejo retrovisor de mi automóvil y una mujer que se maquilla en otro auto abandona su tarea. Después de unos momentos me sonríe, enigmática. No me parece conocida. Piso el acelerador y, sin mirar atrás, continúo con mi camino.

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