viernes, 24 de agosto de 2007

Junio 24

Aquí doy comienzo al relato de una coincidencia, de un hecho que viene de muy lejos y que, sin yo saber por qué, encuentra su cauce, hoy, en estas líneas.
Leo a Pierre Michon, sus “Vidas Minúsculas” y me detengo en un párrafo que dice así: “Quizás me agoto en vano, no sabré qué es lo que se fue y se volvió hueco en mi…” Así lo escribe en el relato con el que evoca el recuerdo de su hermana. En “Vida de la pequeña muerta”, Michon traza la última estación de un viaje interior que se construye a través de los recuerdos de la gente que ha conocido a lo largo del camino y que, en el ejercicio de la evocación, le van permitiendo, uno a uno, mirarse a sí mismo. En “Vida de la pequeña muerta” viaja a la niñez, al momento en que descubre que “las cosas del pasado son vertiginosas como el espacio, y su huella en la memoria es deficiente como las palabras; descubría que uno recuerda.”
Y Michon agita su memoria y reencuentra la imagen de su hermana: esa silenciosa levedad que lo acompaña y que inadvertidamente va creciendo en su interior; como algo que, desde una orilla que nadie puede ver, lucha por extender su oscuridad hacia este lado. Así, en las experiencias que el texto va trazando, hay momentos en los que la vida se despoja de su peso y Michon queda a la deriva, sin más asidero que algo inexpresable que, más tarde, configura lo que se puede interpretar como un intento de expresar culpa: la culpa de haberse quedado de este lado.
Michon recuerda que el día que murió su hermana fue el 24 de Junio de 1942, “día de San Juan, en el inmenso calor que se alzaba sobre Marsac...” Así lo evoca en las últimas frases de este libro espléndido que yo termino de leer precisamente hoy, 24 de Junio de 2007, en un día de San Juan, 65 años después de la muerte de Madeleine, la pequeña hermana de Michon que es, al mismo tiempo, una larga y poderosa ausencia y la estación final de un viaje: presencia reencontrada.