lunes, 25 de mayo de 2009

La impunidad: condición necesaria para el ejercicio del Poder

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"La impunidad es condición necesaria para que la maquinaria siga funcionando en México, y que – a veces – la justicia estorba, para ejercer el poder".
Miguel de la Madrid, ex presidente de México en entrevista con Carmen Aristegui
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Las palabras de un ex presidente de México. ¿Un momento de lucidez, una grieta más que de pronto se abre y por un segundo nos deja atisbar la profunda descomposición del sistema político Mexicano y, con él, de toda la sociedad?
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En todo caso, las palabras de Miguel de la Madrid señalan la podredumbre de un sistema, esa intrínseca descomposición que se extiende como un cáncer; diáfanas, las palabras arrojan luz en unas entrañas sacudidas por su impulso destructivo: los violentos espasmos de organos que lucen desde hace tiempo ensangrentados.

A través de esas palabras percibimos, también, un sistema que además de devorar a sus propios hijos, se alimenta de desechos: un organismo coprófago y carroñero.
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Desde hace tiempo que todos los mapas se extraviaron: la locura encumbrada por la ambición crea su propia ruta, su impulso demencial.
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¿Puede un sistema político en relación simbiótica, parasitaria, con la cultura de la ilegalidad, prorrogar aún más su subsistencia, contener la amenaza de futura autodestrucción, el momento de su implosión última?

Trofeo de Caceria

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“… siempre eran sólo dos, pero esa noche se les unió un tercero…”
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Lo hacíamos sólo algunas noches y, en los últimos años, en realidad eran muy pocas. Era algo que se tenía que dar de forma natural, cuando el hartazgo de los días sin tregua y la contención que debiamos mantener en el trabajo nos hacía, de pronto, mirarnos unos a otros y reconocer en nuestra expresión esa señal, esa misma hambre de locura y destrucción. Nos habíamos conocido en la universidad y ya antes de emprender nuestras respectivas carreras políticas, habíamos creado nuestro juego, sus reglas, su ley particular. En la universidad, “nuestra fiesta” era el cierre con el que nos despedíamos de las largas temporadas de preparación y exámenes. Así, tarde o temprano llegaba la noche que habíamos elegido previamente y entonces extraímos nuestras máscaras de lobos y salíamos a la calle. La “fiesta” comenzaba cuando encontrábamos al primer indigente o vagabundo.
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“… golpeaban salvajemente a la persona que elegían…”
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Con los años, el juego se ha venido refinando. En aquellos tiempos, por ejemplo, simplemente nos abalanzábamos sobre la victima y la golpeabamos hasta que la extenuación y la euforia se mezclaba en esa sensación perdurable de locura, borrachera y saciedad. Ahora, el juego incluye el acecho, el disfrute de palpar el temor creciente de la víctima antes de acometer el ataque decisivo al que nadie puede resitir por mucho tiempo. Ya lo verás, te va a gustar.
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“…desde que los vi acercarse al auto, me di cuenta de que me pedirían que los llevara a otra de sus “fiestas...”
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Ahora, las labores de la política nos han obligado a que nuestras “salidas” sean muy pocas, pero esta noche de luna llena, una vez terminada la sesión, podremos salir a festejar. Uno de los guardaespaldas podrá acercarnos a la zona que hemos elegido y cuidar desde lejos esta “fiesta” que organizamos en tu honor.
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“…me harté de estos señoritos, de sus voces de esa noche en la que festejaban la aprobación de una ley de protección. “Pero a nuestras cuentas en el banco. La gente, que se chingue”, los 3 gritaban y reían. Más tarde, cuando los vi acercarse a ese viejo sentí primero mucho frío y después como si una de esas máscaras de lobo se acercara a mi y me soplara su aliento en la nariz; me faltaba el aire y los brazos me temblaban. Recuerdo que saqué el arma y disparé”.
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“Como un trofeo de cacería, mira: esta máscara era la más nueva de las 3.”

lunes, 11 de mayo de 2009

Coordenadas de una despedida



El hombre lleva a cabo un misterioso ritual de despedida, algo que ha nacido en él de forma natural, como quien sencillamente da un paso atrás para alejarse, para ponerse detrás de un cristal que lo protege del sonido, de la temperatura, de la textura de un mundo que se vuelve ajeno a cada instante.
El ritual inicia con un peregrinaje. Así, el hombre recorre el mundo para atesorarlo; lo contempla, lo escucha, lo huele, acaso lo toca y, antes de retirarse, lo captura en una imagen; va trazando el mapa de una realidad, sus desnudas coordenadas.
Cuando ha creado un mosaico de esas imágenes, ya no le es posible percibir la realidad.
Antes de irse, contempla una vez más su gran mosaico; hace un último esfuerzo, desesperanzado, por pulsar la vitalidad que debe estar oculta detrás de las imágnese pero los recuerdos se le escapan. Mira esas imágenes, siente algo parecido a la tristeza, a una suerte de conmiseración por el hombre en el que se ha convertido y llora un poco. Después apunta el arma a su sien y acciona el gatillo.

viernes, 1 de mayo de 2009

Sobre la Demencia

...pero la demencia se mide en grados, y la mayoria de nosotros, en algún momento de nuestras vidas, incurrimos en ella de un modo u otro, percibimos su insidiosa llamada y la atracción de su caída.

Siri Hustvedt, del libro Todo cuanto amé.

La pandémica sensación de una amenaza


Muchos vivimos con la extraña sensación de una amenaza que lo abarca todo, que es difusa y omnipresente; sospechamos sus desplazamientos por las calles, su agitación como un invisible manoteo que ocurre al cruzarnos con los otros, con su mirada atónita que por un instante nos refleja un temor que es también el nuestro; sentimos, en fin, el desasosiego informe que es una expresión de la amenaza.
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Pero la amenaza no está sola, la acompaña la incertidumbre de algo que, nos han dicho, habrá de permanecer entre nosotros por un tiempo que aún es impreciso, como algo a lo que, apenas nos dejan entrever, tendremos que habituarnos como nos podríamos acostumbrar a un sonido, a un olor, a la incomodidad de una presencia con la que estamos obligados a tratar, a saludar, a sonreírle.
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Permanecerá entre nosotros.
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Si es así, sólo deseamos que esa amenaza mantenga su letargo; que aprenda a convivir con los humanos, aceptando como ofrenda el causar muchos enfermos y sólo algunos muertos, nada más. Deseamos que no se deje arrebatar por una cólera como la que enloquecía a dioses antiguos; no queremos que se harte de pasar cansinamente de un cuerpo a otro, dejándo tras de sí el aturdimiento de unos días de enfermedad, sólo eso y nada más. No querríamos cerrar los ojos para no ver, de pronto, un rostro enfurecido que pasea su oscuridad sin dientes de un cuerpo a otro y al siguiente con el poder helado de una lanza.
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Si fuese así, me pregunto, ¿qué sacrificio tendríamos que hacer para entonces propiciar su calma?