viernes, 1 de mayo de 2009

La pandémica sensación de una amenaza


Muchos vivimos con la extraña sensación de una amenaza que lo abarca todo, que es difusa y omnipresente; sospechamos sus desplazamientos por las calles, su agitación como un invisible manoteo que ocurre al cruzarnos con los otros, con su mirada atónita que por un instante nos refleja un temor que es también el nuestro; sentimos, en fin, el desasosiego informe que es una expresión de la amenaza.
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Pero la amenaza no está sola, la acompaña la incertidumbre de algo que, nos han dicho, habrá de permanecer entre nosotros por un tiempo que aún es impreciso, como algo a lo que, apenas nos dejan entrever, tendremos que habituarnos como nos podríamos acostumbrar a un sonido, a un olor, a la incomodidad de una presencia con la que estamos obligados a tratar, a saludar, a sonreírle.
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Permanecerá entre nosotros.
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Si es así, sólo deseamos que esa amenaza mantenga su letargo; que aprenda a convivir con los humanos, aceptando como ofrenda el causar muchos enfermos y sólo algunos muertos, nada más. Deseamos que no se deje arrebatar por una cólera como la que enloquecía a dioses antiguos; no queremos que se harte de pasar cansinamente de un cuerpo a otro, dejándo tras de sí el aturdimiento de unos días de enfermedad, sólo eso y nada más. No querríamos cerrar los ojos para no ver, de pronto, un rostro enfurecido que pasea su oscuridad sin dientes de un cuerpo a otro y al siguiente con el poder helado de una lanza.
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Si fuese así, me pregunto, ¿qué sacrificio tendríamos que hacer para entonces propiciar su calma?

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