domingo, 1 de marzo de 2009

Incendios

Acababa de cumplir 21 años cuando empezaron los sueños que habrían de acompañarme los siguientes 17 años. La sensación inicial era siempre la de calor en el rostro; después, una especie de marea roja inundaba mi campo de visión y todas las imágenes se calcinaban en un mar encendido en el que ciudades enteras, bosques, animales y personas acababan reduciéndose a cenizas. Las llamas me envolvían y yo despertaba empapado en sudor, tratando de jalar aire en enormes bocanadas, como un pez al que hubiesen expulsado precisamente de ese mar de fuego del que acababa de escapar. Y era sólo al despertar cuando sentía la realidad de esa extraña presencia que me acompañaba en cada sueño. Se trataba, en un inicio, de un hombre parecido a mí que aparecía sentado a mis espaldas. Con cada año que avanzaba sucedió que el extraño personaje ganaba en juventud. Al principio no lo entendí y pensé que esa peculiaridad era una más de las rarezas de esos incendios que eran siempre diferentes; no fue sino hasta que habían transcurrido alrededor de 5 años cuando fui consciente del fenómeno. Así, en los años que siguieron, fui dándome cuenta de la forma en que ese personaje continuaba el viaje a través de la adolescencia hacia su infancia. En tanto yo, cada vez mayor, me esforzaba por no perder esa lucha silenciosa contra las infinitas variedades de un incendio.
El último sueño ocurrió el año pasado. Recuerdo que en esa ocasión sentí por primera vez que el incendio soñado estaba a punto de ganarme la partida. Justo cuando las llamas me empezaban a abrasar los ojos, ese niño que debía de estar alcanzando la misma edad que yo tenía cuando perdí a mis padres, se puso en pie y se lanzó corriendo hacia el incendio. Recuerdo que en vano traté de detenerlo. Las llamas simplemente lo engulleron y, un segundo después, el incendio se apagó.
Desde entonces no he vuelto a soñar con un incendio. ¿Será porque, ahora lo sé, ya no queda nada que abrasar; ahora que las llamas lo han consumido todo en un abrazo?

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