jueves, 6 de marzo de 2008

Asilo

Muchas veces he pasado por ahí y sólo en dos ocasiones he visto que la puerta se abre. En las dos, un ataúd era llevado al exterior. Del interior, varios rostros pálidos y envejecidos contemplaban la maniobra.
Pienso en que, sin yo quererlo, he sido partícipe de un juego en el que los dados han estado cargados hacia el negro; hacia una cara en la que cada punto ha reventado y sólo ha dejado una gran mancha. Entonces yo cierro los ojos y sé que detrás de esa negrura invariablemente está la puerta; una puerta que nadie quiere abrir porque el hacerlo significa que por ahí habrán de llegar los hombres que alternativamente traen o un ataúd o una camilla. Ninguna cosa más. Sin embargo, todos los que viven en ese lóbrego edificio saben que cada vez que abren la puerta, es la muerte quien aprovecha esa oportunidad y se desliza al interior. Es así como, una vez que se han llevado al enfermo o al cadáver, la puerta se cierra y la muerte permanece ahí, observando desde sus órbitas vacías a los ancianos, buscando de entre ellos a aquel que habrá de ser la siguiente llave al exterior; al aire que por unos minutos habrá de recorrer cada rincón del edificio, aclarando el rosto impávido de toda esa gente entre la que habrá de hacer su próxima elección.

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