martes, 5 de febrero de 2008

Trasvesti

A Gerardo, Memo y Carlos, quienes estaban
conmigo cuando ocurrió la representación.
Está ahí, sentado frente a su acompañante y, entre una frase y otra, él piensa que en realidad está abusando de ella. Qué más da que haya sido así. Necesitaba a alguien y quién mejor que su eterna amiga gris. Pobrecita. Le había pedido que lo acompañara porque sabía que no podría hacer su representación a solas. Además, tampoco quería esperar más, retrasar el día en que al fin pudiera tomar sus prendas femeninas y elegir las que habría de portar para esa noche; el momento en que podría maquillarse cuidadosamente al tiempo que volvía a repasar, a solas, muchos de los gestos y ademanes que poco a poco había ido incorporando al repertorio que ensayaba cada noche ante el espejo.
Para esta ocasión, se encargó de elegir el sitio más visible y condujo hasta ahí a su acompañante. Una vez instalados, él comenzó la exhibición. Ahora, con su abundante cabellera rizada, el ademán de tomar una y otra vez un mechón y echarlo alternativamente de un lado a otro dejaba de ser sólo una mímica. Esta vez, el movimiento se acompasaba a ciertas frases, a la forma con que había aprendido a arrastrar la voz hasta casi convertirla en un susurro, en exclamación luego y finalmente en un silencio. Un segundo después él retomaba el ritmo de sus frases al tiempo que ladeaba la cabeza y dejaba que su mano se enredase en alguno de los mechones que caía sobre sus hombros. Y era precisamente la manera como él jugueteaba con su pelo lo que lograba atraer la atención de los demás, y cuando él se percataba de que las miradas eran de otros hombres, entonces el juego consistía en mantener esa atención. Anhelaba secretamente que esas miradas se regodearan en él tal y como podrían abandonarse en la contemplación de una auténtica mujer. Así, levantaba un brazo y sacudía sus pulseras o, con gesto teatral, llevaba la cabeza hacía atrás y jugueteaba con su collar de plata, ahora enredando sus dedos en él, ahora deslizando sólo un dedo, distraídamente, hacía su escote. En ese momento trataba de no pensar en sus manos masculinas y concentraba su anhelo en que aquel que la observaba no reparase en las formas de sus manos sino que, ese resbalar por el escote fuera capaz de guiar la fantasía, a través del contorno de sus senos, hacía un sueño en que él dejaba atrás cualquier señal de que había nacido hombre y finalmente podría abandonarse en su nueva identidad; en el sueño momentáneamente compartido de ser una auténtica mujer.
En este sueño nadie puede ver ya a su acompañante.

1 comentario:

Guillermo Vega Zaragoza dijo...

Raúl:

Muy bueno, como siempre.

Un abrazo.

G.