martes, 7 de abril de 2009

Arthur Rimbaud, a la otra orilla

Habían pasado ya 10 años desde que Arthur Rimbaud tomó la decisión de que para él la literatura estaba muerta, cuando, en 1883, le escribe una carta a su hermana en la que le dice lo siguiente:

¿De qué sirven estas idas y venidas, estas fatigas, estas aventuras junto a razas extranjeras, estas lenguas con las que uno se llena la memoria y estas penas sin nombre si no puedo, pasados algunos años, descansar en un lugar que me guste, encontrar una familia y tener un hijo con el que pasar el resto de mi vida…?

Pienso en Rimbaud, en su búsqueda que tantas veces debió entretejerse, hasta confundirse, con la fuga; pienso en la soledad que, con sus mil rostros, seguramente lo acosó y lo arrastró de un país a otro, de selvas a desiertos, de mercados bulliciosos a noches que hacían rodar sus silencios incesantes sobre él; las lenguas que resonaban en su memoria, como un eco sin sentido, confuso como el sonido de una gran caverna hecha de ojos dientes bocas. Todo eso vivió Rimbaud, rodeado de hombres y mujeres que tal vez lo envolvieron con sus brazos, con su piel húmeda, con esos ojos asombrados que buscaban algo que pocas veces, quizás, él fue capaz de comprender; ese algo que después se desenrollaba ante sus ojos como una más de las inmensas planicies de esa soledad a la que nadie, ni Rimbaud, ni Verlaine, ni nadie podía ponerle un nombre. Y era entonces, quizás, cuando Rimbaud alcanzaba a divisar esa otra orilla y soñaba con un lugar donde pudiese descansar, con un hijo que se pareciese a él y que le hablase en un francés sembrado de los mismos giros que el mismo había hablado en su niñez. Y Rimbaud, quizás llorase y le escribiese alguna carta a su hermana para después recostarse y, con los ojos abiertos, sentir la inmensidad de ese país desconocido, tan inconmensurable, al fin, como su propia soledad.

Como referencia:

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